domingo, 26 de septiembre de 2010

La plusvalía de los discursos

¿Quién habrá inventado eso de las reglas no escritas en las relaciones? Esas son las que más confunden las cosas, uno cree, supone, da por hecho, se figura, imagina, sospecha, pero, la realidad es MUY distinta y, sobre todo, irónica.

Uno cree que todo está bien, y nos explota en la cara un “no eres tú soy yo”; supone que la contraparte no está interesada y meses después te arrojan un “tu también me gustabas”. Uno se considera poco menos que un accesorio desprendible en la vida del otro y resulta que tienes más peso del que puedes manejar. Pero, en serio, no nos damos cuenta o más bien la comodidad del autoengaño nos hace creer que todo está bajo control.

Un amigo de reciente manufactura me contó una historia de “noamor” el sábado entre los juegos de mesa, las risas y los discursos dispersos y severos.

Él no estaba feliz, tenía conflictos entre la razón y el corazón y, como casi siempre pasa en esos casos, la mente fue amagada. Alegaba que entre las tantas cosas que le hicieron pensar que la Victoria era suya estaban algunas líneas de las laaaargas llamadas nocturnas. Frases como “te quiero”, “te extraño” o bien, chistecitos locales que se van gestando al calor de los arrumacos discursivos podrían colocarnos en ciertas situaciones de relación estrecha y de perfil, digamos, afectuoso. Si la cosa va por ahí, si se está alimentando “algo” es porque “algo” se está buscando, ¿o no? Entonces, y aquí llega la pregunta del millón, ¿por qué se fue?

En esos casos, todos nos excusamos (me incluyo) en que no hacemos que la otra persona se enamore, MENTIRAS. Claro que lo hacemos, por su puesto que buscamos que se enamoren, que deseen tenernos en sus sueños más profundos y que en sus labios esté fijado nuestro nombre, coqueteamos. Decimos te quieros y te extraños. Mandamos besos cuando la charla fue buena o abrazos cuando queremos que la contraparte sienta un “desapego”. Hacemos sin hacer. Instintivamente cuando vemos que logramos el objetivo, podemos o no partir y podemos hacerlo con o sin dolor. Para lo segundo, nos buscamos pretextos y encontramos evasivas contra culpas y malkarmas. ¿Saben qué es lo peor de toda esa maraña fraudulenta? Que todavía tenemos el descaro de decir que siempre dijimos la verdad. Vivimos tan seguros de nosotros, que omitimos el hecho de que también en los discursos no escritos se hallan promesas entre líneas y que éstas también duelen y lastiman cuando no se cumplen.

Conozco a muchos que vivimos bajo el síndrome del “Discurso Confuso”, y ahora que lo sé, tendré que compartirles que las parcas tendrán mucho karma que cobrarnos.

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