viernes, 15 de julio de 2011

Caducidad. [Dixo de madrugada]

Te fuiste y se me fue el discurso tras de ti. ¡Qué digo el discurso! ¡El arrebato! Ajá, y el pendejo se tropezó y se fue de boca. No lo había visto y le llamé. Pobre, se rompió el hocico; ya no habla, se desvieló.
Y es que él no entiende nada. No lo culpo, sí cuesta trabajo, no creas que no. Yo lo aprendí a la mala, en la práctica. Anduve harto, caminé muertos culposos, saboreé excusas en negro y entretuve despedidas, pero la sinrazón también se cansa; su mano tiembla y se hace frágil.
Madrugué y cambié las sábanas, escombré mundos alternos, inframundanos. Los sacudí. Barrí pajas propias y ajenas, pretensiones peregrinas, decisiones blandas. Así pues, después de tantas noches, vi que era inútil apartarte ya un lugar. No podía echarte al buró porque, pa’empezar, si siquiera tengo uno. En mis almohadas cada hectárea cuenta y, perdón, pero me ocupabas mucho espacio.
Te acabaste mis ganas, mis ojos y mis pechos. Luego entonces, las lunas me quedaron guangas y en enojo. Fui víctima del Síndrome de Desilusión Humana, ¿ya sabes cuál?, ese que te llega en gesto arcaico e irrebatible, y luego, te baña en frío de un jalón dejándote huequito en la panza, como entre gancho y acto reflejo.
En fin, pensé que con tu exilio tendría más noches para mí, hasta que me topé con la cama y, entonces, una noche de esas tantas noches entendí, que la caducidad de amar era como dormir sin ti.

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