martes, 13 de noviembre de 2018

Crónica de un desamor anunciado

En estas semanas fui personaje –incidental, principal y secundario– de historias de "amor" que me llevaron a recordar una escena memorable del libro de Crónica de una muerte anunciada del legendario Gabo.

Mientras prestaba oídos, recordaba el momento en el que, Ángela Vicario pensando en su Bayardo San Román sin ninguna ilusión, él "Nació de nuevo".

A ella le bastaba cerrar los ojos para verlo, lo oía respirar en el mar, la despertaba a media noche el fogaje de su cuerpo en la cama y, entonces, le escribió la primera carta: una esquela convencional en la que le contaba acerca del día en que lo vio y cómo esperaba que él la viera a ella. No obtuvo respuesta.

A esta carta le siguieron otras, al principio ella le reprochaba (sin respuesta) su falta de cortesía. Después de medio año de escribir (sin respuesta) entendió que "el odio y el amor son pasiones recíprocas" y, mientras más cartas escribía (sin respuesta) enardecía, pero volvió a ser virgen para él al tiempo que se volvió víctima de su obsesión.

Así pues, escribió una carta semanal (sin respuesta) durante diecisiete años. Sus letras pasaban por varias fases. Al principio escribía esquelas de compromiso; después, notas de amante furtiva, billetes perfumados de novia fugaz, memoriales de negocios, documentos de amor, por último cartas "indignas" que reflejaban su abandono. En ese proceso, se inventó enfermedades para obligarlo a volver, envió cartas con la leyenda "te envío mis lágrimas".

Nunca hubo respuesta y nunca pensó en renunciar. Incluso, hasta sobornó para que las cartas siguieran llegando al destinatario. Una noche, después de diez años de escribir, la despertó la incertidumbre de que él estaba desnudo en su cama. Le escribió entonces una carta febril de veinte pliegos en la que soltó sin pudor las verdades más amargas. Le habló de las lacras eternas que él había dejado en su cuerpo, de la sal de su lengua, de la trilla de fuego de su verga africana y la envió segura de que ese sería el desahogo terminal de su agonía.

No hubo respuesta.

A partir de entonces dejó de ser ella. Ya no era consciente de lo que escribía ni a quién se lo escribía, pero siguió escribiendo.

Todas las historias que escuché eran así. Pasaban por esas etapas: la iniciativa de acercarse bajo la voz de la amistad, las nostalgias y  las declaraciones de amores y pensamientos eternos (lo pienso siempre); después llegaban las crisis motivadas por la indiferencia en la que se echa toda la carne al asador y se comienza una seducción lejana del amor y, cada vez, más vulgar. Si no se tenía respuesta, llegaba la crisis: el odio y el amor se hicieron uno.

En todas las tramas se pretendía poner punto final y entonces se alejaban, pero todos los involucrados dejaban de ser ellos, les nacía la Ángela Vicario que todos llevamos dentro, y se reiniciaba la espiral ya sin saber de quien estaban enamorados ni por qué.

Se repetía en ciclo.

Era suficiente con que alguno de los dos diera un atisbo de vida y se recargaba de energía toda aquella hecatombe: amistad, amores, nostalgias, erotismo, vulgaridad prostituta, pasión, rabia, abandono, amistad, amores, nostalgias...

¿Será, como dice Sabina, que los amores que matan nunca mueren?




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