Érase una vez en un reino muy cercano, una torre donde se acostumbraba descansar, pero tanto tardó el amor en despertar, que cuando lo hizo ya era viejo. Abrió ventanas y persianas; caminó en seguida ante un espejo con la curiosidad que sólo despierta el tiempo, pero nada; no reconoció de sí, ni el rostro. Quería ver los detalles que ahora lo marcaban como a un mapa, así que con cuidado se acercó al espejo, pero poco antes de que su nariz tocara el vidrio, advirtió que no veía. Tenía "vista cansada".

Regresó al espejo y repasó todas y cada una de sus 24 costillas. No todas se veían parejas y se espantó, pero después se acordó que le pasó eso un día en la escuela y se le aclaró que así estaban bien, que no se preocupara, que no estaba mal hecho.
Se paró lo más recto que pudo y encaró al espejo como si fuera un enemigo que le grita sus verdades; prestó atención a todo; vio sus pulmones y, en medio de toda esa hecatombe, al corazón.
Se tomó el pulso y le pareció un latido débil. Se recostó. Tenía sueño, pero evitaba dormirse por temor a que le sucediera lo mismo que en aquel tiempo en el que estaba tan cansado de ajetrearse, que decidió una siesta reparadora y helo ahí. Jodido.
Entre más tiempo miraba el techo, más recordaba sus andares. De aquí para allá siempre al extremo, ninguneado o acosado. Ni una vez había caminado tranquilo y despreocupado. "Lo fatigante que es salir a todo y nada" pensó. Se dedicó tanto a pensar en si debía salir, que se volvió a cansar. Miraba al techo para no dormir, pero le aburría el sólo pensar en las personas que le hablaban para puras pendejadas que, generalmente, dejaban a medias. Así pues, se hizo de noche. Volvió a cerrar las ventanas porque ya empezaban a gritarle; se recostó en el casi inquebrantable huequito de cobijas y exclamó: -¡Ay, no! ¡Qué pinche hueva me dan!" y se durmió otra vez.
Colorín colorado, este cuento se ha acabado.
Fin
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